Después de tantos días y días y días…zzzzzzzz… de aburrida lluvia, este fin de semana apareció un sol redondo, enorme y cálido -demasiado-. Parecía que las puertas de todas las casas de Madrid hubieran sido abiertas al unísono. Paré y observé. Me recordó a cuando de niños metíamos un palito en un hormiguero y nos quedábamos, entre embelesados y divertidos, mirando como las hormigas corrían sin un destino claro. Importaba, más bien poco, dónde ir, qué hacer, el caso era inundar las calles, las plazas, los parques, las terrazas…
Cerca de las seis y media pasé por la verja del Parque del Retiro (nombre que se me antojó burlón) que linda con la calle Alcalá, ¡qué horror!, que me disculpen todos aquellos que estuvieran allí, pero se veía ya desde fuera que había que andar pidiendo permiso. No me gustan nada los grandes parques masificados, colonizados, donde el silencio se transforma en un gran altavoz. Me quedo con los pequeños y vecinales parques ingleses, con su melancolía y sus cielos grises la mayor parte del año. Ya, ya sé, que gran parte de ellos son privados, pero me pueden gustar igualmente, ¿no?... ¡Ay, si pudiera disfrutar de uno!...pero volviendo a la realidad, volviendo a Madrid, elijo el Parque de El Capricho o el de la Quinta de los Molinos (precioso cuando los almendros están en flor), a ser posible los días laborales. Estos dos, y no otros, porque son los que más conozco por la cercanía a mi barrio de toda la vida. Igual que me quedo con la playa en otoño o primavera, dar un paseo a la orilla del mar, descalza y los pantalones remangados (o no). Y es que ya lo decía la canción : "Vaya, vaya... aquí no hay playa".

No hay comentarios:
Publicar un comentario