Al principio, no me percaté de su presencia, pero luego, no me quedó
más remedio que levantar la vista y echar un ligerísimo vistazo.
Llevaba un poco de prisa y no es que llegara tarde, pero mi obsesión
por la puntualidad me impidió detenerme, o al menos espero que la
respuesta de mi actitud fuera consecuencia de ello.
El gentío que concurría
a aquella hora en la estación de Callao se me hizo excesivo, más
tarde descubrí que algunos de los grandes almacenes de la zona
permanecían abiertos, y ello, unido a la gran cantidad de lugares de
ocio que allí se concentran, justificaba la muchedumbre. El tren se
detuvo, miré el reloj por enésima vez para asegurarme que podía ir
tranquila. Al abrirse las puertas una multitud salió de aquel
estómago de hierro y se dirigió a las escaleras, entre ellas yo.
Todos con mucha prisa, sin respetar el espacio ajeno, luchando por
llegar a la salida lo más pronto posible; y eso que la carrera de
obstáculos no había hecho más que empezar. Los pocos despistados
que no saben bien el camino son adelantados sin piedad por los más
ávidos, que a fuerza de costumbre, conocemos dónde está la salida
de aquellas estaciones más frecuentadas.
Fue entonces, mientras
estaba siendo engullida por la masa, cuando pude vislumbrar su
silueta en un banco, a unos veinte metros de mí. Observé, mientras
procuraba no tropezar con los demás, como de vez en cuando levantaba
su brazo derecho como queriendo llamar la atención sobre los que
cerca de ella pasaban. Me quedé mirando sólo unos segundos, los
suficientes para no entender lo que pasaba, bajar la cabeza,
intentando pasar desapercibida. Cuando estuve suficientemente cerca
volví a alzar la mirada, permitiéndome definir perfectamente los
rasgos de lo que unos metros antes era, tan solo, una imagen
difuminada entre otras muchas. Se trataba de una mujer de avanzada
edad, con una expresión desencajada en su rostro, o al menos a mí
me lo pareció, y con la mirada perdida, tan perdida que, incluso, me
pareció ciega. Al pasar justo a su lado, también intentó llamar mi
atención de la misma forma que había hecho con los demás,
diciendo algo al mismo tiempo, que en ese momento no pude descifrar.
He de confesar que ni siquiera hice caso de su llamamiento, así que
tampoco intenté entender lo que decía, sólo sé que algunas
palabras salieron de su boca. Puedo asegurar, no sin vergüenza, que
realicé un acto de “no oír”, me negué a escuchar. En una
ciudad como Madrid el “no oír” se realiza varias veces al día,
si no te volverías loco. Así que, simplemente, pasé de largo.
Seguí avanzando intentando que mi espacio no fuese invadido por los
demás, que parecían tener hoy más prisa de lo habitual.
Cuando me encontré en
las escaleras mecánicas reconstruí la imagen en mi memoria y,
sorprendentemente, sin demasiado esfuerzo, las palabras pronunciadas
por aquella anciana afluyeron: ”¡Oiga, joven!” . Eso era lo que
había dicho. Es increíble como funciona el subconsciente, unas
palabras que apenas habían sido escuchadas, entre otras cientos, se
quedaron grabadas en mi mente, para luego ser reproducidas. Pero no
fueron aquel par de palabras lo que me incomodó, al fin y al cabo
tan solo eran eso, dos palabras; fue el tono de súplica, un
desgarrador eco de soledad y llanto; en cambio no me detuve, seguí
mi camino intentando llegar sana y salva al final del camino. En ese
momento no tenía sentido darme la vuelta para preocuparme por lo que
podría ocurrirle a aquella mujer; además, ¡con lo que me había
costado llegar hasta el vestíbulo de entrada!
Vivimos en la cultura
del miedo, vivimos aterrorizados por lo que vemos y oímos, por lo
que nos cuentan y nos dicen; y eso queramos o no nos condiciona. Sí,
sí, el miedo. Pero quizá no sólo tengamos nosotros la culpa,
también los que nos rodean aportan su granito de arena. Es la
sociedad la que hace que tengamos que actuar con diversos escudos
para preservar nuestra integridad, o así lo creemos. Lo sé, no es una excusa
muy buena, pero no hay otra.
Supongo que en el
momento que vi a aquella mujer, recordé que, casualmente también
en el metro, me ocurrió algo peculiar. Aquella vez el metro no iba
muy lleno. En cierta estación, no recuerdo cual, subió una señora
mayor, como esta, pero más, bastante más, desaliñada. Su aspecto
era grotesco. Llevaba dos o tres faldas superpuestas, y otras tantas
camisas debajo de una chaqueta de lana, unos leotardos de lana de un
color difícil de definir, con unos cuantos agujeros, y unas
zapatillas de andar por casa, todo ello aderezado con unos cuantos
kilos de suciedad. Lo único que pude sentir fue lástima pero a la vez incomodidad, su
aspecto era realmente repulsivo. En
cuanto las puertas del vagón se cerraron y el tren reemprendió la
marcha, la mujer comenzó a pasear de un lado a otro del vagón,
diciendo cosas sin sentido. Los pocos que íbamos en aquel vagón
pensamos lo mismo: ”Está como una chiva”. Ella pareció leernos
el pensamiento, y de repente empezó a gritar: “No os riáis, no me
miréis así. Llevo un cuchillo en la bolsa y os rajo a todos, así
que cuidado conmigo”. Las palabras fueron lo de menos, lo realmente
amenazante era su cavernosa voz que unida a la negra complicidad de
túnel, hacía que la escena fuese realmente inquietante. Todos, como
guiados por el mismo resorte, miramos la bolsa, pero a decir verdad
era imposible adivinar lo que contenía, podría sacar de allí
cualquier cosa. El trayecto hasta la siguiente estación se hizo
extremadamente largo, parecía haberse detenido el reloj - y aunque
ha habido momentos en que la famosa canción de Los Panchos me
hubiese gustado que se cumpliese, desde luego ese no era uno de
ellos-. Ella continuaba al acecho, vigilando el menor movimiento,
con aquellos negros ojos que no cerraba ni para pestañear. Unos
ojos como platos, que encajaban a la perfección en sus hundidas
órbitas, acompañados de unas espesas cejas haciendo que Anthony
Perkins en “Psicosis” no le llegara a la altura de la suela de
los zapatos. Me impacienté, sólo quería que apareciera la
claridad que delata la llegada de la siguiente estación, y si no era
ella la que se bajaba lo haría yo. De todas formas intentaba
tranquilizarme pensando: ”¿Cómo es posible que esta vieja saque
un cuchillo, y se líe a navajazos con todo el vagón? No, no puede
ser”. Pero al rato me contradecía: ”En realidad hay gente muy
loca, ¿no se ven cosas parecidas todos los días en el telediario?”.
Por fin respiré tranquila cuando el tren hizo acto de presencia en
el andén y todavía aquella mujer no había desenvainado.
No sé si aquel suceso,
y otros tantos parecidos que te cuentan, influyó en mi decisión de
no detenerme esta vez; no sé si pensé que aquella mujer, aún con su
desvalido aspecto podía sacar un cuchillo o una espumadera de la
cocina y arrearme con ella en todo lo alto. Desde luego no tenía
ninguna pinta de eso, pero ya sabemos que las apariencias engañan.
El metro es un escenario en el que suceden las cosas más
imprevisibles y esperpénticas, de modo que todos procuramos pasar el
menos tiempo posible dentro de él, respirando aliviados al sentir en
nuestros pulmones el contaminado aire de Madrid.
Ahora me pregunto, y
entonces también mientras estaba en el cine, no sin un
cierto sabor de amargura, cómo estaría aquella mujer. Me gustaría pensar que alguien paró
para atender su llamada. ¿Quizá fuiste tú?