Madrid.
8:00H. Andén de cualquier estación de metro. Silencio. Unas luces
aparecen por el negro túnel, el tren se acerca. Las puertas se
abren. No hay asientos libres, como todas las mañanas a estas horas.
Acomodo la espalda en una de las puertas del lado opuesto al que he
entrado. Observo. Todos están concentrados mirando la pequeña
pantalla de su Smartphone.
Algunos se conocen, lo sé porque apartan la vista ligeramente de la
pantalla, pero solo por un instante, el suficiente para mirarse y
esbozar una sonrisa sin cruzar ni media palabra. Así pasan quince
minutos y seis estaciones.
Madrid.
14:00. Restaurante. Entro con mi acompañante. Nos sentamos en una
mesa apartada junto a la pared. Observo. Cuatro mesas ocupadas. Dos
personas en cada una de ellas. En dos se come en silencio. En la más
lejana uno de los comensales habla animadamente, el otro sujeta el teléfono con la mano izquierda y con la derecha el tenedor. En mi propia mesa, mi acompañante sostiene el
teléfono con la derecha, no parece que tenga mucha intención de
escuchar nada de lo que voy a contarle, aunque en mi apremiante
llamada decía que era urgente. Necesitaba hablar, pero sobre todo
que me escucharan.
Madrid.
19.28H. Teatro Príncipe. Un minuto para que comience la obra.
Silencio. La platea a oscuras, si no fuera por las decenas de
minúsculos resplandores.
Madrid.
19.35H. Teatro Príncipe. Música en la lejanía del último hit
parade de David Guetta.
Madrid.19.53H.
Teatro Príncipe. Sonido de recepción de un mensaje.
Madrid.20.05H.
Teatro Príncipe. Sonido de lo que parece el piar de un pájaro,
seguramente de la recepción de un whatapps.
Madrid.20.27H.
Teatro Príncipe. Sonido de recepción de mensaje.
Madrid.20.43H.
Teatro Príncipe. Música del himno del Real Madrid cinco butacas a
mi derecha.
Madrid.20.54H.
Teatro Príncipe. Sonido lo que parece el tañido de una campana,
seguramente de la recepción de un whatapps.
Madrid.
22.37H. Restaurante en el centro. Ni una mesa vacía. Murmullo de
conversaciones cruzadas. Observo. Todos hablan pero no por ello dejan
de mirar de reojo a un pequeño aparato encima de la mesa, que en
cuanto da señales de vida, surte el hipnotizante efecto de dejar a
un lado la conversación.
Madrid.
1.13H. Parte trasera de un taxi. Durante todo el camino a casa, unos
veinte minutos, el móvil del taxista no ha dejado de vibrar a la vez
que emitía un estridente y exasperante sonido.
Madrid.
1.37H. Abro la puerta de casa, un calor reconfortante me saluda. Me
quito el abrigo, el gorro y los guantes. Voy al servicio, levanto la
tapa del inodoro, cojo el móvil entre el pulgar y el índice. Lo
lanzo sin remordimiento. Tiro de la cadena. Se resiste a irse. Tiro
otra vez. No hay manera. Tiro por tercera vez. Ahora sí.
Hay
veces que te dan ganas de hacer lo que propone este relato de
ficción; de ficción el último hito porque el resto se desvía muy
poco de la realidad. No somos conscientes de que forma tan sutil el
móvil se está adueñando de nuestro tiempo. Por supuesto que
no lo demonizo, yo también lo utilizo. Poco a poco se va cayendo en una dependencia imperceptible de la que solo eres consciente
cuando , por cualquier motivo, no lo llevas contigo. ¡Al salir de casa te aseguras de que llevas el móvil encima antes que las propias llaves!
Hace unas semanas
el whatsapps estuvo caído por unas horas. Seguro que más de uno
pasó un mal rato, y esto da que pensar. Me pregunto : ¿qué es lo que hacíamos hace no más de 5 años?