domingo, 5 de agosto de 2012

¿Quizá fuíste tú?


Al principio, no me percaté de su presencia, pero luego, no me quedó más remedio que levantar la vista y echar un ligerísimo vistazo. Llevaba un poco de prisa y no es que llegara tarde, pero mi obsesión por la puntualidad me impidió detenerme, o al menos espero que la respuesta de mi actitud fuera consecuencia de ello.

El gentío que concurría a aquella hora en la estación de Callao se me hizo excesivo, más tarde descubrí que algunos de los grandes almacenes de la zona permanecían abiertos, y ello, unido a la gran cantidad de lugares de ocio que allí se concentran, justificaba la muchedumbre. El tren se detuvo, miré el reloj por enésima vez para asegurarme que podía ir tranquila. Al abrirse las puertas una multitud salió de aquel estómago de hierro y se dirigió a las escaleras, entre ellas yo. Todos con mucha prisa, sin respetar el espacio ajeno, luchando por llegar a la salida lo más pronto posible; y eso que la carrera de obstáculos no había hecho más que empezar. Los pocos despistados que no saben bien el camino son adelantados sin piedad por los más ávidos, que a fuerza de costumbre, conocemos dónde está la salida de aquellas estaciones más frecuentadas.

Fue entonces, mientras estaba siendo engullida por la masa, cuando pude vislumbrar su silueta en un banco, a unos veinte metros de mí. Observé, mientras procuraba no tropezar con los demás, como de vez en cuando levantaba su brazo derecho como queriendo llamar la atención sobre los que cerca de ella pasaban. Me quedé mirando sólo unos segundos, los suficientes para no entender lo que pasaba, bajar la cabeza, intentando pasar desapercibida. Cuando estuve suficientemente cerca volví a alzar la mirada, permitiéndome definir perfectamente los rasgos de lo que unos metros antes era, tan solo, una imagen difuminada entre otras muchas. Se trataba de una mujer de avanzada edad, con una expresión desencajada en su rostro, o al menos a mí me lo pareció, y con la mirada perdida, tan perdida que, incluso, me pareció ciega. Al pasar justo a su lado, también intentó llamar mi atención de la misma forma que había hecho con los demás, diciendo algo al mismo tiempo, que en ese momento no pude descifrar. He de confesar que ni siquiera hice caso de su llamamiento, así que tampoco intenté entender lo que decía, sólo sé que algunas palabras salieron de su boca. Puedo asegurar, no sin vergüenza, que realicé un acto de “no oír”, me negué a escuchar. En una ciudad como Madrid el “no oír” se realiza varias veces al día, si no te volverías loco. Así que, simplemente, pasé de largo. Seguí avanzando intentando que mi espacio no fuese invadido por los demás, que parecían tener hoy más prisa de lo habitual.

Cuando me encontré en las escaleras mecánicas reconstruí la imagen en mi memoria y, sorprendentemente, sin demasiado esfuerzo, las palabras pronunciadas por aquella anciana afluyeron: ”¡Oiga, joven!” . Eso era lo que había dicho. Es increíble como funciona el subconsciente, unas palabras que apenas habían sido escuchadas, entre otras cientos, se quedaron grabadas en mi mente, para luego ser reproducidas. Pero no fueron aquel par de palabras lo que me incomodó, al fin y al cabo tan solo eran eso, dos palabras; fue el tono de súplica, un desgarrador eco de soledad y llanto; en cambio no me detuve, seguí mi camino intentando llegar sana y salva al final del camino. En ese momento no tenía sentido darme la vuelta para preocuparme por lo que podría ocurrirle a aquella mujer; además, ¡con lo que me había costado llegar hasta el vestíbulo de entrada! 

Vivimos en la cultura del miedo, vivimos aterrorizados por lo que vemos y oímos, por lo que nos cuentan y nos dicen; y eso queramos o no nos condiciona. Sí, sí, el miedo. Pero quizá no sólo tengamos nosotros la culpa, también los que nos rodean aportan su granito de arena. Es la sociedad la que hace que tengamos que actuar con diversos escudos para preservar nuestra integridad, o así lo creemos. Lo sé, no es una excusa muy buena, pero no hay otra.

Supongo que en el momento que vi a aquella mujer, recordé que, casualmente también en el metro, me ocurrió algo peculiar. Aquella vez el metro no iba muy lleno. En cierta estación, no recuerdo cual, subió una señora mayor, como esta, pero más, bastante más, desaliñada. Su aspecto era grotesco. Llevaba dos o tres faldas superpuestas, y otras tantas camisas debajo de una chaqueta de lana, unos leotardos de lana de un color difícil de definir, con unos cuantos agujeros, y unas zapatillas de andar por casa, todo ello aderezado con unos cuantos kilos de suciedad. Lo único que pude sentir fue lástima pero a la vez incomodidad, su aspecto era realmente repulsivo. En cuanto las puertas del vagón se cerraron y el tren reemprendió la marcha, la mujer comenzó a pasear de un lado a otro del vagón, diciendo cosas sin sentido. Los pocos que íbamos en aquel vagón pensamos lo mismo: ”Está como una chiva”. Ella pareció leernos el pensamiento, y de repente empezó a gritar: “No os riáis, no me miréis así. Llevo un cuchillo en la bolsa y os rajo a todos, así que cuidado conmigo”. Las palabras fueron lo de menos, lo realmente amenazante era su cavernosa voz que unida a la negra complicidad de túnel, hacía que la escena fuese realmente inquietante. Todos, como guiados por el mismo resorte, miramos la bolsa, pero a decir verdad era imposible adivinar lo que contenía, podría sacar de allí cualquier cosa. El trayecto hasta la siguiente estación se hizo extremadamente largo, parecía haberse detenido el reloj - y aunque ha habido momentos en que la famosa canción de Los Panchos me hubiese gustado que se cumpliese, desde luego ese no era uno de ellos-. Ella continuaba al acecho, vigilando el menor movimiento, con aquellos negros ojos que no cerraba ni para pestañear. Unos ojos como platos, que encajaban a la perfección en sus hundidas órbitas, acompañados de unas espesas cejas haciendo que Anthony Perkins en “Psicosis” no le llegara a la altura de la suela de los zapatos. Me impacienté, sólo quería que apareciera la claridad que delata la llegada de la siguiente estación, y si no era ella la que se bajaba lo haría yo. De todas formas intentaba tranquilizarme pensando: ”¿Cómo es posible que esta vieja saque un cuchillo, y se líe a navajazos con todo el vagón? No, no puede ser”. Pero al rato me contradecía: ”En realidad hay gente muy loca, ¿no se ven cosas parecidas todos los días en el telediario?”. Por fin respiré tranquila cuando el tren hizo acto de presencia en el andén y todavía aquella mujer no había desenvainado.

No sé si aquel suceso, y otros tantos parecidos que te cuentan, influyó en mi decisión de no detenerme esta vez; no sé si pensé que aquella mujer, aún con su desvalido aspecto podía sacar un cuchillo o una espumadera de la cocina y arrearme con ella en todo lo alto. Desde luego no tenía ninguna pinta de eso, pero ya sabemos que las apariencias engañan. El metro es un escenario en el que suceden las cosas más imprevisibles y esperpénticas, de modo que todos procuramos pasar el menos tiempo posible dentro de él, respirando aliviados al sentir en nuestros pulmones el contaminado aire de Madrid.

Ahora me pregunto, y entonces también mientras estaba en el cine, no sin un cierto sabor de amargura, cómo estaría aquella mujer. Me gustaría pensar que alguien paró para atender su llamada. ¿Quizá fuiste tú?


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