No me avergüenza
confesar que la única ocasión en la que me relaciono con mis vecinos es en las reuniones de la comunidad. Cuando abro el buzón y veo la convocatoria, pienso con desgana, ya tenemos “Aquí
no hay quien viva”. Y es que estas reuniones son tan largas y
pesadas que intento escabullirme, cualquier excusa me parece buena,
incluso una cita en la peluquería -cosa que detesto-. Es entonces cuando surge mi Pepito Grillo “vives en comunidad, al menos, debes
estar al tanto de los problemas”; porque siempre son problemas,
nunca surge una buena noticia del tipo: nos han condonado pagar el
recibo de la luz durante un año. Las últimas veces he estado en la
duda de ingerir un valium que me adormezca durante las
interminables horas o beberme un Red Bull para tener la energía
necesaria, transformarme en Beatrix
Kiddo y
acabar, de una vez por todas, con el vecino pesado que diserta, sin
piedad, sobre las luces
del garage, el estado de las calderas, los cubos de la basura, el
servicio de limpieza, el portero, ...Desde el primer día que me mude
a mi casa actual fui consciente que rápido debía decidir entre
pasar inadvertida o correr el riesgo de que un día se presentara
alguien a pedirme sal, terminara compartiendo mantel y sobremesa,
mientras mis planes de media tarde pasan a un segundo plano. Opté
por lo primero, aún siendo consciente que puedo perder
la oportunidad de conocer a gente interesante y que tener un buen vecino no es poca cosa. Pero sí, soy asocial,
en cuanto a relaciones comunitarias se refiere.
Ahora que empieza el
verano y con ello la apertura de las piscinas, bonito lugar donde los
haya, tengo que elaborar la estrategia del camuflaje. Durante estos
años
no he hecho mucho uso de la misma, pero he decidido cambiar,
que para algo pago parte de su mantenimiento y lo que es más,
soporto horas y horas de debate insufrible sobre horarios de
apertura, comienzo de temporada, quitamos el césped natural y
ponemos artificial, colocamos sombrillas, cambiamos de empresa de mantenimiento,
cuántas horas debe estar el socorrista... La táctica será la misma
que he seguido en las contadas ocasiones de veranos anteriores: los
auriculares puestos desde casa, gafas de sol y un buen libro. Una pena que lo mío no
sean las pamelas, porque me tocaría con una enorme. Si hay alguien , saludo con educación, pero me coloco lo más lejos posible no vaya a
ser que pueda surgir una conversación sobre el tiempo que de pie a la sal, comida y sobremesa. Por descontado que tampoco entablo
conversación con el/la socorrista, que está trabajando y cualquier
distracción en la desolada piscina puede ser fatal.
A estas alturas de lo
escrito queda claro que no soporto esas comunidades Melrose Place,
en las que todos se conocen y todos se despellejan en la intimidad de
sus casas, y a veces, ni eso. Hace tiempo asistí a la siguiente
escena. Me encontraba en la piscina de X e Y, con mis auriculares a
un volumen moderado, cuando a mi vera se colocaron dos cotorras, a
las que solo la experiencia de estar duchas en esas cuitas,
permitieron en un abrir y cerrar de ojos, despedazarles.
Como lógicamente no me conocían, hablaban con la impunidad que da el no sentirse espiadas. Me hubiese gustado ver la cara que pusieron
cuando X e Y bajaron, se acercaron y comenzaron a charlar conmigo con la
familiaridad que da el conocimiento de muchos años, pero me dio
pudor mirarlas con descaro; en cambio ellas sin el más mínimo, como
si tal cosa y con entusiasmo fingido, saludaron y se unieron a la
conversación.
La vida misma.


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